La vida de un arquitecto nunca es fácil y menos en estos tiempos que corren. Soy una persona a la que le ha tocado estudiar arquitectura durante una época en la que todo el mundo intentaba disuadirme de ello. Comencé la carrera en la universidad un par de años después del 2007, año en el que la burbuja inmobiliaria hizo “crack” y la mayoría de profesionales relacionados con este mundillo, entre ellos mi propio padre, se llevaron las manos a la cabeza.

Quizá haya muchos de vosotros, potenciales lectores habituales de este blog novato, que ni siquiera sepáis a qué burbuja me refiero o que recordéis aquella época de forma vaga, pero para otros marcó un antes y un después.

A términos generales, este episodio de la historia alcanzó una repercusión mundial en algún punto del año 2008, sumiendo la economía mundial en un periodo oscuro y afectando a todos los sectores. A pesar de ello, el detonante fue conocido como el colapso de la ya mencionada burbuja inmobiliaria en Estados Unidos durante el 2006.

Esto desencadenó que los profesionales relacionados con este sector fuéramos los primeros en recibir el golpe. A modo de efecto dominó, a mediados del 2007, se produjo el fenómeno de las hipotecas “subprime”, dando lugar a una crisis hipotecaria que derivaría una catástrofe global y se extendería durante los siguientes años.

El inicio de esta crisis está claro, se han realizado estudios, documentales e incluso películas, pero el final es más interpretable. Imagino que habría algunas personas que remontarían antes, otras después, algunos quizá nunca lo hicieron y otros nunca se vieron envueltos del todo, pero es cierto que a estas alturas parece algo del pasado. Aunque la llegada de otro tipo de crisis, como ha sido la pandemia mundial protagonista durante estos últimos dos años (y veremos por cuánto tiempo más), ha conseguido enterrarla un poco en el pasado.

En mi caso familiar, he de decir que recuerdo comenzar el siglo XXI gozando de una buena posición económica, en un chalet de ensueño en un pueblo de las afueras de Madrid y con la firme impresión de que toda nuestra vida parecía ir viento en popa. Quizá fue por ello por lo que decidí seguir los pasos de mi padre, a pesar del escarmiento que provocó en todo el mundo aquella explosión de la burbuja inmobiliaria.

Es cierto que él, mi padre, tampoco me animó demasiado, al fin y al cabo, las consecuencias de aquella crisis financiera se llevaron por delante aquel lujoso inmueble en el extrarradio de la capital española, además de esperanzas, proyectos, planes y sueños que nunca más se verían cumplidos.

Un punto de vista personal

Quizá fue así de duro para mi padre, pero yo decidí forjarme un escudo y comenzar en lo que había mamado desde niño con las expectativas bien bajas. Así comencé el viaje universitario, una de las mejores etapas de mi vida, como la de la gran mayoría de afortunados que han probado la experiencia universitaria, en especial en la Universidad de Salamanca.

Después de aquellos maravillosos años, quizá me volví menos cínico, aprendí a valorar más el presente y decidí que quería aprender, viajar y conocer todos los lugares y creaciones arquitectónicas que únicamente había conocido a través de libros o pantallas. Hice proyectos voluntarios, viaje por el este de Europa, zonas antiguas e importantes como Grecia, la península balcánica, Francia, Italia e intenté pasar el mayor tiempo posible en cada lugar.

Sin embargo, llegado a cierto punto quería progresar en mi vida profesional y pude viajar hasta el otro lado del charco y conocer el continente americano gracias a un proyecto internacional que me proporcionó trabajo en Latinoamérica. Estuve en distintos países como Colombia, Venezuela y Brasil y más adelante hice contactos en Texas, Estados Unidos, donde pasé mucho frío y me establecí unos meses. Una vez establecido en el país que originó aquella crisis que tanto desestabilizó a mi familia, simplemente me quedé prendado y decidí que allí era donde viviría para el resto de mi vida.